27 julio 2010

EL MATRIMONIO Y LA CONCUPISCENCIA de San AGUSTÍN




Comentario:
Un correo recibido comenta el ataque del mundo actual a la Iglesia, y me remite a leer a un padre de la Iglesia San Agustín. Este que fue anacoreta, sacerdote y obispo, con ideas de la filosofía griega, (que no era cristiana)
Leído una de sus obras quedas sorprendido, pues estas premisas de hace XVI años, siguen sustentando los dogmas de la iglesia hoy, influenciados por Aristóteles y Platón.
El santo, no fue tan santo, tuvo frecuentes encuentros con mujeres, con una de ellas convivió como pareja catorce años y tuvo un hijo, cuando ella le exigió el matrimonio, abandono el hogar, a su mujer a su hijo y a otras amantes y se retiro a orar donde fue iluminado.
Toda su obra está llena de machismo, y prepotencia del varón, y el colmo es su argumento de cómo acepta el que los patriarcas ejercieran la poligamia masculina, y como rechaza la poliandria. Aquí unos ejemplos:
EL MATRIMONIO Y LA CONCUPISCENCIA de San Aurelio Agustín
De la concupiscencia carnal, por el cual el hombre, que nace por ella, arrastra el pecado original. Esta vergonzosa concupiscencia, de hecho, no existiría jamás si el hombre no hubiera pecado antes.
El matrimonio es esencialmente bueno, la castidad conyugal como la virginidad es un don de Dios
Todo lo que no proviene de la fe es pecado. Por tanto, que a nadie se le ocurra llamar sinceramente virtuoso al que guarda la fidelidad conyugal a su esposa sin tener por motivo al Dios verdadero. Así, pues, la unión del hombre y la mujer, causa de la generación, constituye el bien natural del matrimonio. Pero usa mal de este bien quien usa de él como las bestias, de modo que su intención se encuentra en la voluntad de la pasión y no en la voluntad de la procreación.
Los que no engendran los hijos con esta intención, con esta voluntad y con este fin, a saber, que de miembros del primer hombre se transformen en miembros de la Iglesia, y se enorgullecen de su descendencia infiel, éstos no poseen la verdadera pureza conyugal por más que su respeto por el contrato matrimonial sea grande, hasta el punto de no tener relaciones sino con el fin de procrear hijos. Todo lo que no proviene de la fe es pecado.
Siendo las cosas así, evidentemente yerran los que piensan que se condena el matrimonio cuando se reprueba la pasión carnal, como si este mal viniera del matrimonio y no del pecado. La desobediencia de la carne, consecuencia de la desobediencia a Dios. Desde el momento en que el hombre transgredió la ley de Dios, comenzó a tener en sus miembros una ley opuesta a su espíritu; la serpiente prometió, al seducir, conocer algo que era mejor no saber.
La concupiscencia y el bien del matrimonio. Lo que hicieron después por la procreación es el bien del matrimonio, pero lo que antes cubrieron por vergüenza es el mal de la concupiscencia, que evita por todas partes la mirada y busca con pudor el secreto. En consecuencia, el matrimonio se puede gloriar de conseguir un bien de este mal, pero se ha de sonrojar porque no puede realizarlo sin él, por el mal de la libido no debemos condenar el matrimonio, ni por el bien del matrimonio alabar la libido.
Que os abstengáis de la fornicación, de modo que cada uno de vosotros sepa conservar su vaso en santidad y respeto, no en la maldad del deseo, el esposo no sólo no debe usar del vaso ajeno, lo que hacen aquellos que desean la mujer del prójimo, sino que sabe que incluso su propio vaso no es para poseerlo en la maldad de la concupiscencia carnal. Esta unión, no estaría contaminada de pasión morbosa si con un pecado precedente no hubiera perecido en ella el arbitrio de la libertad, ahora está contaminada por este pecado, no ya de forma voluntaria, sino inevitable.
El hombre no es vencido por el mal de la concupiscencia, sino que usa de él cuando, ardiendo en deseos desordenados e indecorosos, la frena, y la sujeta, y la afloja para usarla pensando únicamente en la descendencia, no para someter el espíritu a la carne en una miserable servidumbre.
Ningún cristiano debe dudar de que los santos patriarcas, desde Abrahán y antes de Abrahán, de quienes Dios da testimonio de que le complacían, usaran así de sus esposas. Si a algunos de ellos se les permitió tener varias mujeres, se debió al deseo de aumentar la prole, no el de cambiar de placer.
La monogamia se acercaba más a la medida de la dignidad, mientras que la poligamia fue permitida por la necesidad de la fecundidad. Es más natural que el primer puesto sea ejercido por uno solo sobre muchos que por muchos sobre uno solo. Y no se puede dudar de que, en el orden natural, los hombres dominan a las mujeres más bien que las mujeres a los hombres. Lo declara el Apóstol cuando dice: La cabeza de la mujer es el varón; y: Mujeres, someteos a vuestros maridos. Del mismo modo que Sara obedecía a Abrahán llamándolo señor. Aunque esto sea así, es decir, que la naturaleza ame la singularidad del mando y prefiera la pluralidad de los súbditos, nunca habría sido lícita la unión poligámica si de ella no naciera un número mayor de hijos. Por lo cual, si una mujer se une a muchos hombres, al no aumentar por ello el número de hijos, sino sólo la abundancia del placer, será una meretriz, nunca una esposa.
Ciertamente, a los esposos cristianos no se les recomienda sólo la fecundidad, cuyo fruto es la prole; ni sólo la pureza, cuyo vínculo es la fidelidad, sino también un cierto sacramento del matrimonio. La virtud propia del sacramento consiste en que el hombre y la mujer, unidos en matrimonio, perseveren unidos mientras vivan y que no sea lícita la separación de un cónyuge de otro, excepto por causa de fornicación, aunque las mujeres se unan a los hombres y los hombres a las mujeres con el fin de procrear hijos, no es lícito abandonar a la consorte estéril para unirse a otra fecunda. Lo mismo sucede con la mujer que se casara con otro.
Una cierta comezón reina en las deshonestidades de los adulterios, fornicaciones y cualquier estupro e impureza; la libido no es un bien del matrimonio, sino obscenidad para los que pecan, necesidad para los que engendran, ardor de los amores lascivos, pudor del matrimonio.
Desde ahora, los que tienen esposa no se subyuguen a la concupiscencia carnal; los que lloran las tristezas por el mal del momento presente, se alegren con la esperanza del bien futuro; quien se alegra por el bien temporal, tema el juicio eterno; quien compra, posea de tal modo lo que tiene que no se le adhiera el corazón; quien usa de este mundo, piense que está de paso, no para vivir en él establemente.
El que vive sin mujer, se preocupa de las cosas que son propias de Dios, cómo agradar al Señor; quien, por el contrario, está unido en matrimonio, se preocupa de las cosas que son propias del mundo, cómo agradar a la mujer.
Pero en estas uniones, así como hemos de desear y alabar tales cosas, así también debemos tolerar otras, para que no se caiga en infamias condenables, es decir, en fornicaciones o adulterios. Está escrito: El marido dé a su mujer lo debido, e igualmente la mujer al marido. La mujer no tiene potestad sobre su cuerpo, sino el marido; igualmente, el marido no tiene potestad sobre su cuerpo, sino la mujer.
Una cosa es no unirse sino con la sola voluntad de engendrar, cosa que no tiene culpa, y otra apetecer en la unión, naturalmente con el propio cónyuge, el placer, cosa que tiene una culpa venial. Porque, aunque se unan sin intención de propagar la prole, por lo menos no se oponen a ella, a causa del placer, con un propósito ni con una acción mala. Pues los que hacen esto, aunque se llamen esposos, no lo son ni mantienen nada del verdadero matrimonio, sino que alargan este nombre honesto para velar las torpezas. A veces llega a tanto esta libidinosa crueldad o, si se quiere, libido cruel, que emplean drogas esterilizantes, si ambos son así, no son cónyuges, y, si se juntaron desde el principio con tal intención, no han celebrado un matrimonio, sino que han pactado un concubinato. Si los dos no son así, digo sin miedo que o ella es una prostituta del varón o él es un adúltero de la mujer.
En cuanto al sacramento éste ha de ser guardado por los esposos casta y concordemente; es el único de los tres bienes que por derecho de religión mantiene indisoluble el matrimonio de los consortes estériles cuando ya han perdido enteramente la esperanza de tener hijos, por la que se casaron.
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