23 noviembre 2010

LOS ESTATUTOS Y EJERCICIOS DE LA VÍRGENES ESCOGIDAS, EN EL REINO DEL INCA DE PERÚ


Vivían en perpetua clausura hasta acabar la vida con guarda de perpetua virginidad; no tenían locutorio ni torno, ni otra parte alguna por donde pudiesen hablar ni ver hombres ni mujer, sino eran ellas mismas unas con otras; porque decían que las mujeres del Sol no habían de ser tan comunes que las viese nadie; y esta clausura era tan grande, que aun el propio Inca no quería gozar del privilegio que como rey podía tener de las ver y hablar, porque nadie se atreviese a pedir semejante privilegio. Sola la Coya, que es la reina y sus hijas, tenían licencia de entrar en la casa y hablar con las encerradas así mozas como viejas.

Con la reina y sus hijas enviaba el Inca a las visitar, y saber cómo estaban, y qué habían menester. Esta casa alcancé yo a ver entera de sus edificios, que sólo ella y la del Sol, que eran barrios, y otros cuatro galpones grandes que habían sido casas de los reyes Incas, respetaron los indios en su general levantamiento contra los españoles, que no las quemaron (como quemaron todo lo demás de la ciudad) porque la una había sido casa del Sol su dios, y la otra casa de sus mujeres, y las otras de sus reyes. Tenían entre otras grandezas de su edificio una calleja angosta, capaz de dos personas, la cual atravesaba toda la casa. Tenía la calleja muchos apartados a una mano y a otra, donde había oficinas de la casa, donde trabajaban las mujeres de servicio. A cada puerta de aquéllas había porteras de mucho recaudo; en el último apartado, al fin de la calleja, estaban las mujeres del Sol, donde no entraba nadie. Tenía la casa su puerta principal, como las que acá llaman puerta reglar, la cual no se abría sino para la reina y para recibir las que entraban para ser monjas.

Al principio de la calleja, que era la puerta del servicio de la casa, había veinte porteros de ordinario para llevar y traer hasta la segunda puerta lo que en la casa hubiese de entrar y salir. Los porteros no podían pasar de la segunda puerta, so pena de la vida, aunque se lo mandasen de allá dentro, ni nadie lo podía mandar so la misma pena.

Tenían para servicio de las monjas y de la casa quinientas mozas, las cuales también habían de ser doncellas hijas de los Incas del privilegio que el primer Inca dio a los que redujo a su servicio, no de los de la casa real, porque no entraban para mujeres del Sol sino para criadas. No querían que fuesen hijas de alienígenas, sino hijas de Incas, aunque de privilegio. Las cuales mozas también tenían sus mamacunas de la misma casta, y doncellas que les ordenaban lo que debían hacer. Y estas mamacunas no eran sino las que envejecían en la casa, que llegadas a tal edad les daban el nombre y la administración, como diciéndoles: ya podéis ser madres y gobernar la casa.

En el repartimiento que los españoles hicieron para sus moradas de las casas reales de la ciudad del Cozco cuando la ganaron, cupo la mitad de este convento a Pedro del Barco, de quien adelante haremos mención; fue la parte de las oficinas, y la otra mitad cupo al licenciado de la Gama, que yo alcancé en mi niñez; y después fue de Diego Ortiz de Guzmán, caballero natural de Sevilla, que yo conocí y dejé vivo cuando vine a España.

El principal ejercicio que las mujeres del Sol hacían era hilar y tejer y hacer todo lo que el Inca traía sobre su persona, de vestido y tocado, y también para la Coya, su mujer legítima. Labraban asimismo toda la ropa finísima que ofrecían al Sol en sacrificio; lo que el Inca traía en la cabeza era una trenza llamada Llautu, ancha como el dedo meñique de gruesa, que venía a ser casa cuadrada, que daba cuatro o cinco vueltas a la cabeza, y la borla colorada, que le tomaba de una sien a otra. El vestido era una camiseta que descendía hasta las rodillas, que llaman Uncu. Los españoles le llaman Cusma; no es del general lenguaje, sino vocablo intruso de alguna provincia particular. Traía una manta cuadrada de dos piernas en lugar de capa, que llaman Yacolla.

Hacían asimismo estas monjas para el Inca unas bolsas que son cuadradas, de una cuarta en cuadro; las traén debajo del brazo asida a una trenza muy labrada de dos dedos de ancho, puesta como tahalí del hombro izquierdo al costado derecho. A esas bolsas llaman Chuspa; servían solamente de traer la yerba llamada Cuca, que los indios comen, la cual entonces no era tan común como ahora, porque no la comía sino el Inca y sus parientes, y algunos curacas, a quien el rey, por mucho favor y merced, enviaba algunos cestos por año.

También hacían unas borlas pequeñas de dos colores, amarillo y colorado, llamado Paycha, asidas a una trenza delgada de una braza en largo, las cuales no eran para el Inca, sino para los de su sangre real; que traían sobre su cabeza, y caían las borlas sobre la sien derecha.

Fuente: Inca Garcilaso de la Vega, Crónicas de un reino

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