Las obsequias que hacían a los reyes Incas eran muy solemnes, aunque prolijas.
Al cuerpo del difunto lo embalsamaban, que no se sabe cómo quedaban tan enteros que parecían estar vivos, como atrás dijimos de cinco cuerpos de los Incas que se hallaron año de mil y quinientos y cincuenta y nueve. Todo lo interior de ellos enterraban en el templo que tenían en el pueblo que llamaron Tampu, que está el río abajo de Yucay, menos de cinco leguas de la ciudad del Cozco, donde hubo edificios muy grandes y soberbios de cantería, de los cuales Pedro de Cieza, capítulo noventa y cuatro, dice que le dijeron por muy cierto que se halló en cierta parte del palacio real o del Templo del Sol oro derretido en lugar de mezcla, con que juntamente con el betún que ellos ponen quedaban las piedras asentadas unas con otras; palabras son suyas sacadas a la letra.
Cuando moría el Inca o algún curaca de los principales, se mataban y se dejaban enterrar vivos los criados más favorecidos y las mujeres más queridas, diciendo que querían ir a servir a sus reyes y señores a la otra vida; porque como ya lo hemos dicho, tuvieron en su gentilidad que después de esta vida había otra semejante a ella corporal, y no espiritual. Ofreciánse ellos mismos a la muerte, o se la tomaban por sus manos, por el amor que a sus señores tenían. Y lo que dicen algunos historiadores que los mataban para enterrarlos con sus amos o maridos, es falso; porque fuera gran inhumanidad, tiranía y escándalo que dijera que, en achaque de enviarlo con sus señores, mataban a los que tenían por odiosos. Lo cierto es que ellos mismos se ofrecían a la muerte, y muchas veces eran tantos, que los atajaban los superiores, diciéndoles que de presente bastaban los que iban, que en adelante poco a poco, como fuesen muriendo, irían a servir a sus señores.
Los cuerpos de los reyes, después de embalsamados, ponían delante de la figura del Sol en el Templo del Cozco, donde les ofrecían muchos sacrificios, como a hombres divinos que decían ser hijos de ese Sol.
· El primer mes de la muerte del rey le lloraban cada día con gran sentimiento y muchos alaridos todos los de la ciudad; salía a los campos cada barrio de por sí, llevaban las insignias del Inca, sus banderas, sus armas y ropa de su vestir, la que dejaban de enterrar para hacer las obsequias. En sus llantos, a grandes voces recitaban sus hazañas hechas en la guerra, y las mercedes y beneficios que había hecho a las provincias de donde eran naturales los que vivían en aquel tal barrio.
· Pasado el primer mes, hacían lo mismo, de quince en quince días, a cada llena y conjunción de luna; y esto duraba todo el año.
· Al fin de él hacían su cabo de año con toda la mayor solemnidad que podían, y con los mismos llantos, para los cuales había hombres y mujeres señaladas y aventajadas en habilidad, como endechaderas, que cantando en tonos tristes y funerales decían las grandezas y virtudes del rey muerto. Lo que hemos dicho hacía la gente común de aquella ciudad, lo mismo hacían los Incas de la parentela real, pero con mucha más solemnidad y ventajas, como de príncipes a plebeyos.
Lo mismo se hacía en cada provincia de las del imperio, procurando cada señor, que por la muerte de su Inca se hiciese el mayor sentimiento que fuese posible. Con estos llantos iban a visitar los lugares donde aquel rey había parado en aquella tal provincia, en el campo, caminando, o en el pueblo para hacerles alguna merced; los cuales puestos, como se ha dicho, tenían en gran veneración; allí eran mayores sus llantos y alaridos, y en particular recitaban la gracia, merced o beneficio que en aquel tal lugar les había hecho. Y esto baste de las obsequias reales, a cuya semejanza hacían parte de ellas en las provincias por sus caciques; que yo me acuerdo haber visto en mi niñez algo de ello. En una provincia de las que llaman Quechua, vi que salía gran cuadrilla al campo a llorar sus curacas; llevaban sus vestidos hechos jirones. Y los gritos que daban me despertaron a que preguntase qué era aquello, y me dijeron que eran las obsequias del cacique Huamampallpa, que así se llamaba el difunto.
Fuente: Inca Garcilaso de la Vega, Cronicas reales.
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